NOSOTROS NO- José B. Adolph
Aquella tarde, cuando
tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un
milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de
triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el
hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.
Todos los altavoces del
mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta
gran revolución biológica. También yo me alegre, naturalmente, en un primer
instante.
¡Cuanto habíamos
esperado este día!
Una sola inyección, de
cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacia falta para no morir jamás. Una
sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano
se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una
vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por
desfallecimiento orgánico.
Una sola inyección,
cada cien años.
Hasta que vino la
segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría
efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera
traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a
tiempo. Solo los jóvenes serian inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya
a organizar el envió, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y
adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes
llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos serían
inmortales.
Menos nosotros, los
mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya
definitivamente implantada.
Todos los muchachos
sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra
especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran
radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del
universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros, no. Nosotros,
los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación moral.
Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por
última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros, no.
Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos
convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados
entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser
nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día
éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los
Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas,
ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con
la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.
Nosotros solo
esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y
prepararse para la segunda inyección, una ceremonia - que nosotros ya no
veríamos - cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían
jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el
nuestro. ¡Ahora cuanto nos costaría dejar la tierra! ¡Como nos iría carcomiendo
una dolorosa envidia! ¡Cuantas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde
hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta ayer. Cuando el
primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió
suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos
recientemente a amar y a comprender a los inmortales.
Por que ellos son unos
pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la
vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día
de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para
imponérsela.
Y la tercera inyección,
y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada
vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será
horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros, no.